Juan Carlos Jobet, ministro de Energía chileno, llegó hasta Neuquén (Argentina) en agosto de 2019 para conocer en persona lo que él mismo llamó “el enorme potencial de petróleo y gas del yacimiento Vaca Muerta, sus altos niveles de producción y eficiencia en la exploración”.
Dos meses antes, Sebastián Piñera, presidente chileno, había anunciado un inédito Plan de Descarbonización para un pequeño país en Sudamérica: Chile apagaría todas sus centrales a carbón antes de 2040, en reflejo de sus compromisos climáticos como organizador de la COP25.
Jobet no llegó solo a Neuquén. Lo acompañó su entonces par trasandino, Gustavo Lopetegui, representantes de las dos empresas públicas de energía de ambos países (Enap e YPF) y directivos de 17 empresas privadas chilenas y 10 argentinas. Todos juntos anunciaron un Protocolo de Coordinación en Emergencias Energéticas y de Comunicación sobre operaciones de comercialización, exportación, importación y transporte de energía eléctrica y gas natural.
“El potencial argentino en Vaca Muerta es muy importante por los desafíos energéticos que tiene Chile y que se basan en que 40% de la energía eléctrica se genera con carbón (…) el gas argentino es un recurso de respaldo al desarrollo de las energías renovables que le otorga flexibilidad al sistema y a precios competitivos, por lo que resulta relevante esta alternativa para el proceso de descarbonización que emprende el país”, dijo Jobet en la ocasión.
El anuncio y la visita tenían un objetivo claro: Volver a darle vida al “Oleoducto Trasandino”, una infraestructura de 425 kilómetros que conecta Puerto Hernández, en la cuenca neuquina, con el puerto de Talcahuano, en Chile. De propiedad conjunta de Enap e YPF y una capacidad de trasladar 115,000 barriles diarios de petróleo, fue clave hasta 2006, cuando el entonces gobierno argentino detuvo los envíos. Pese al acuerdo de 2019 entre ambos gobiernos, la pandemia retrasó su puesta en marcha.
Si se llegase a concretar, se sumaría al “Gaseoducto del Pacífico”, que hoy puede trasladar gas natural del yacimiento Loma la Lata, en Argentina, por más de 670 kilómetros hasta Talcahuano.
Para Felipe Gutiérrez, investigador del Observatorio Petrolero Sur (OPSUR), la narrativa de revitalizar Vaca Muerta y su gas natural –combustible fósil, tal como el carbón y petróleo– como claves para la transición energética tiene que ver con cómo Chile ha planteado su descarbonización: No más carbón, en vez de no más carbono (CO2).
“Es un discurso corporativo que viene de Estados Unidos y de las empresas que hacen fracking”, afirma.
El último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático volvió a dar cuenta de la evidencia y la urgencia: La actividad humana es “inequívocamente” responsable de cambiar el clima de la Tierra de formas «sin precedentes» en miles de años. Algunos de esos cambios ya son «irreversibles».
La crisis climática empuja a una transición compleja y difícil de realizar. Hoy el 75% de toda la energía de América Latina proviene de fuentes fósiles. Esos mismos datos, a septiembre de 2021, superan el 50% y 80% en Chile y Argentina respectivamente.
Un estudio publicado en septiembre de 2021 en la revista Nature calculó cuánta cantidad de combustibles fósiles deben mantenerse bajo tierra para que el mundo tenga un 50% de posibilidades de cumplir la meta de 1,5°C de calentamiento pactada en el Acuerdo de París. Para América Latina, el análisis arrojó que el 73% del petróleo, el 67% del gas natural y el 84% del carbón “explotable” no deben explotarse.
Para Felipe Gutiérrez, el relato de la transición tiene que dar un giro: “Hay dos aspectos fundamentales que son los más relevantes, por urgencia humana: el problema del acceso a la energía y la justicia socio-ambiental, el cómo en los proyectos energéticos han generado grandes zonas de sacrificio que terminan marcando la vida de algunos territorios”.
Tania Ricaldi, investigadora del Centro de Estudios Superiores Universitarios de la Universidad Mayor de San Simón apunta también en la misma dirección: la transición exige plantear “alternativas sistémicas” y superar la visión estrictamente energética y tecnológica que plantea solo un cambio de uso de fuentes de energía.
“Estamos en un planeta finito y no sólo estamos en riesgo de no poder satisfacer estas necesidades energéticas a través de combustibles fósiles, sino que incluso las energías renovables no van a alcanzar para satisfacer esta vorágine de consumo energético que existe a nivel mundial. Entonces significa que tenemos que repensar la transición energética desde la producción, pero también desde el consumo”, dice la investigadora.
Una transición justa desde y para América Latina
La transición energética es un consenso global. Pero las condiciones en las que se dará esa transición, no lo son.
La necesidad de aterrizar a la realidad latinoamericana las preguntas del para qué, con quiénes y para quiénes será esta transición energética fue una de las motivaciones de un grupo de organizaciones chilenas que coordinan el proyecto Transición Justa Latinoamericana, una iniciativa de diálogos locales en Chile, Bolivia, Argentina y Perú, que busca precisamente definir la transición justa para dichos países.
En su informe final, relatan las distintas definiciones que tiene el concepto de transición y cómo «tiene el riesgo de ser cooptado y aprovechado por empresas extractivistas que históricamente han lucrado a costa de los territorios y de sus comunidades».
«Cuando analizamos los conflictos o cómo se está avanzando la transición energética de la región, encontramos puntos en común como la aparición o creación de zonas de sacrificio, la instalación, por ejemplo, sin una regulación de la nueva infraestructura energética o la no participación de los territorios. Además, de la disputa existente con las comunidades originarias”, explica Javiera Lecourt, coordinadora de Transición Justa Latinoamericana.
Según el análisis del grupo, históricamente se ha abordado el concepto de transición energética desde cuatro enfoques: el que mantiene el status quo o «capitalismo verde», que utiliza los incentivos del mercados para provocar cambios; el de reformas de gestión, que busca mayor equidad en el sistema actual; el de reformas estructurales, que busca justicia distributiva, posesión y administración colectiva de nuevos sistemas de energía limpia; y el que apunta a una transformación integral, que implica la revisión de sistemas políticos y económicos considerados responsables de la crisis social, ambiental y climática.
El corazón de una transición justa, según el informe antes mencionado, no está en la reconversión tecnológica ni en el trabajo, sino que en los conflictos socioambientales.
Por eso, plantean que una transición justa desde el sur se debe construir sobre seis pilares: Planificación y descentralización; Reparación y restauración; equidad; democratización; soberanía y alimentación; y potencial para una transformación socio-ecológica.
“La lógica extractivista que sostiene nuestro modelo de desarrollo es algo que es imperante que cambie. No basta solamente con cambiar de energías fósiles a energías renovables, pero esas energías renovables tienen que ser construidas desde una lógica post extractivista tienen que estar construidas desde una lógica de restauración y de equidad, no podemos cambiar simplemente de de un extractivismo fósil a un extractivismo verde”, asegura Felipe Fontecilla, también coordinador del proyecto.
Para Tania Ricaldi, que los procesos de transición sean justos no solo son necesarios para acelerar la acción climática y para reducir los efectos de la crisis climática, sino que además es necesario para desplegar acciones políticas y marcos de diálogo social para avanzar en la transición ecológica con justicia social y ambiental. “Tendremos que planificar transicionales que permitan construir procesos que sean desarrollados con justicia, con equidad y garantizando derechos y preservando la vida”, suma.